Joan Carulla (Juneda, 1923) es un campesino urbano incombustible. En mayo cumplirá cien años, pero vive solo y sigue cuidando de su huerto, situado en la cubierta de un bloque de pisos del barrio barcelonés de Horta-Guinardó, con una energía radiante. Sus hijos le acompañan en lo que necesita, pero todavía disfruta de una vida independiente y autónoma. Pionero de los terrados comestibles y vegetariano por salud y convicción, está escribiendo sus memorias, que una editorial publicará próximamente.
Explorar su huerto urbano es darse cuenta de que las ciudades verdes son posibles. Oírle hablar de su propuesta de ajardinar las islas del Plan Cerdà con elementos vegetales es una lección de sabiduría y sensibilidad. Joan tiene un atributo que él considera una virtud: incluso cuando descansa, cavila. Siempre está buscando ideas para solucionar todo lo que le preocupa. Provenir de una familia humilde le hizo afinar la puntería en los proyectos a emprender y, gracias a ello, pudo hacerse un hueco en el mundo de los supermercados. La historia y los huertos urbanos son dos de sus grandes pasiones y los pivotes en torno a los cuales gira nuestra conversación.
Enverdecer Barcelona
El comedor y la sala de estar de Joan Carulla son sinónimos de verdor. El verde es también el color predominante de la ventana que da a su terraza exuberante de plantas y a las que cuida con el mismo cariño que muestra para el huerto de su terrado, que después visitaremos. Pero ahora, sobre la mesita del comedor, la queda justo al lado de su sillón, nos detenemos a contemplar las diversas lecturas que reposan en ella, una para cada momento del día. Ante él, una serie de fotografías de miembros de la familia y de buenos amigos, como el naturista Antoni Gallego Calaf, uno de los ecologistas más antiguos de España al que Joan Carulla ayudó a editar su autobiografía. El propio Carulla es uno de los ecologistas y naturistas más veteranos del país. «La lucha ecologista la empezamos cinco o seis personas en 1969, todos mayores que yo y ya fallecidos», recuerda. «En aquella época, nadie hablaba de ecología, de contaminación, de polución, de exceso de población. Tampoco del peligro de que los alimentos escalen con crecimiento aritmético y las personas y la contaminación con crecimiento geométrica», añade. Eran unos tiempos en los que recorrían escuelas y daban charlas para compartir la información que tenían a su alcance; que no era demasiada, según dice.
El Joan de hoy, la persona que nos habla sentada en el comedor, viste camisa de felpa de cuadros azul marino y un chaleco oscuro útil para guardar, en su caso, pequeñas herramientas para trabajar en el huerto. Uno de sus dos hijos, Antoni, vive muy cerca, y está muy pendiente de él, junto con su nuera. Ellos cuidan de Joan, una persona que es la quinta esencia de un agricultor feliz. El veterano horticultor regala amor siempre que puede. No se consigue nada estando enfadado, dice; sin embargo, la energía bien canalizada le parece muy útil. Lo intuyó desde pequeño y ese conocimiento es quizás la clave de su felicidad actual. Nunca ha parado de pensar, proponer y poner en práctica nuevos proyectos y, a los noventa y nueve años, cuando para mucha gente andar ya es un gran hito, él cuida de su huerto urbano, lee y escribe con el objetivo de que no se pierda el bagaje natural y social que ha acumulado a lo largo del tiempo. Además, recientemente ha recibido uno de los premios de la asociación Replantem: una pequeña pala de horticultura de madera y cobre que simboliza su contribución al nacimiento y crecimiento de los huertos urbanos. Que le hizo mucha ilusión recibirla lo atestigua el hecho de que la herramienta luce en su comedor, el lugar más transitado de la casa, si tenemos en cuenta la enorme cantidad de visitas que recibe Joan.
Pasión por la tierra
La tierra, para él, tiene especial significado. Haber nacido en Les Garrigues ha contribuido a esta devoción por el trabajo de payés. En su casa, una familia humilde, las pasaron de todos los colores para salir adelante. No tenían ni agua corriente ni electricidad; y puertas, las imprescindibles. «Crecí con patata hervida. Sólo comíamos huevos si las gallinas habían puesto». Reconoce que de niño fue vegetariano por obligación, pero ahora lo es por convicción.
Si, en la ciudad de Barcelona, la tierra yace olvidada bajo el cemento, en la cubierta del edificio donde vive Joan, hay mucha tierra, gracias a su iniciativa de aislar la azotea con doble tela asfáltica con la idea de cultivar un huerto urbano. De hecho, la falta de tierra para cultivar es lo que llevó a Joan a marcharse de su pueblo natal. Explica, enternecido, que se casó con su mujer a las cinco de la mañana porque al cabo de una hora tenían que subir al tren que les llevaría a Barcelona, la ciudad en la que construirían su nueva vida. Celebraron su convite nupcial con poco: unas orelletes con harina, leche, azúcar y anís. Y toda la ilusión de las personas recién casadas.
«En el campo, todo el mundo trabajaba como una bestia», rememora. Y un kilogramo de azúcar equivalía al jornal de un agricultor; la mitad si eras mujer. «Cuando has sufrido tanto de joven, afinas la puntería», sentencia Carulla. Se aprende a dar valor al tiempo y al dinero. En Juneda, su familia había abierto una tienda de comestibles; y Joan, con su bicicleta, hacía de pequeño distribuidor.
«Crecí con patata hervida. Sólo comíamos huevos si las gallinas habían puesto» Joan Carullla
Amor hacia las plantas
Una vez en Barcelona, Joan aplicó los conocimientos aprendidos en su pueblo natal y abrió, no sin nervios de novato, un supermercado situado en la planta baja del edificio donde vive, en la calle Navas de Tolosa. Con su esposa, tuvieron dos hijos. El primero es Antoni, el alma del supermercado; y el segundo, que es médico, se llama como él. Con el trabajo y la representación gremial de los minoristas de alimentación, Joan ya tenía actividad suficiente, pero un buen día decidió transformar su malestar hacia el ayuntamiento, que no le dejaba construir donde quería, en amor hacia las plantas y la tierra. Ideó y ejecutó el huerto urbano que aún luce en la azotea del edificio y que le ha traído tantas alegrías.
«Desde niño, pensar ha sido un divertimento, no un sacrificio», asegura. Otros compañeros tenían aficiones menos útiles que la suya, pero él siempre se ha dedicado a pensar empresas y a mejorar procesos. «Cuando no puedo dormir, tumbado en la cama, trabajo, porque cavilo», explica. Dentro de su cabeza hace ya tiempo que pensaba que había que enverdecer las ciudades; mucho antes de que empezara a hablarse de los huertos en los terrados como una de las salidas para el cambio climático. Y, a veces, no es necesario diseñar nuevas propuestas, sino recuperar viejas ideas, como el ambicioso plan que tenía Ildefons Cerdà para urbanizar el Eixample de Barcelona: «Es necesario implementar el Plan Cerdà, las islas de 10.000 metros cuadrados con chaflanes y patios interiores, donde en verano había sombra y en invierno tocaba el sol». Acto seguido cita un artículo reciente de Carlos Fresneda en el que el periodista nos recuerda otra de las grandes ventajas de la ciudad. «El 67% de las azoteas son planas» y aprovecharlas para plantar jardines, huertos y zonas verdes puede enfriar los tejados expuestos al sol y ayudar a mitigar los efectos del cambio climático. Con sus palabras y referencias, nos permite imaginar una Barcelona como la que el ingeniero y urbanista de Osona ideó en 1860, pero con interiores de manzana a la japonesa; es decir, Joan invitaría a las empresas que ahora tienen almacenes o aparcamientos a impermeabilizar las cubiertas para plantar vegetación. Un Eixample verde en serio y al mismo tiempo respetuoso con las empresas que ya están instaladas en el barrio.
La cabeza de Joan Carulla no deja de pensar. De repente se pregunta a sí mismo por qué hay tantos mosquitos en la ciudad de Barcelona. La respuesta le llega de forma inmediata y lúcida: por los platillos llenos el agua bajo las macetas. A continuación nos lleva a la terraza que tiene junto a la sala de estar porque vemos que él ha llenado los platillos de tierra y el agua nunca se acumula como lecho de los invertebrados. Es una terraza ufana y, mientras paseamos entre plantas, nos explica que antes cultivaba tomates, pero con el cambio climático ha dejado de sembrarlos. También comenta que, últimamente, se le han muerto un par de nísperos, y deduce que la causa ha sido la competencia por el CO₂ que les hacían dos ejemplares de nueva plantación. «El reino animal existe porque ha habido reino vegetal. Las plantas quieren dióxido de carbono y nos dan oxígeno. Sin ellas, ya estaríamos todos muertos. Purifican el aire y el agua y limpian el ambiente», dice.
La salud es algo importante para este agricultor urbano y la suya puede servir de ejemplo para mucha gente. Aparte de una buena dieta (cuando atravesamos la cocina, señala el pan integral como uno de sus aliados), ha intentado medicarse lo menos posible. Sin embargo, su vida no ha estado exenta de enfermedades y siempre ha seguido los buenos consejos de varios doctores que tiene como referentes. El verano del año pasado se infectó con el virus de la cóvid-19. Afortunadamente, salió bien de ello.
«El reino animal existe porque ha habido reino vegetal. Sin las plantas, ya estaríamos todos muertos» Joan Carulla
Un huerto a seis pisos de altura
Visitamos, por fin, la alegría de la corona de Joan: la cubierta hortícola del edificio. Antes, coge su bastón y se dirige hacia el ascensor. Una vez arriba, nos demuestra la perseverancia que tiene al subir la veintena de escaleras que conducen a la azotea. No esconde la realidad de que ahora su hijo es su ayudante, puesto que llevar al día el huerto con toda su diversidad de cultivos no es tarea sencilla. Tampoco en invierno, aunque la cantidad de trabajo baje algo.
Lo primero que sorprende es pisar la tierra blanda, tierra de verdad, a seis pisos de altura. Luego, la estructura de la parra que Joan tiene en el terrado. Nos detenemos a admirar la ingeniería de reciclaje que ha diseñado para evitar que las palomas se coman las racimos: utiliza botellas de plástico para encapsular y proteger las uvas, asemejándolas a lámparas de bar moderno. Nos presenta una a uno los limoneros, los olivos, las higueras y un albaricoquero que ha sufrido con la sequía. El huerto no está tan frondoso como en otras épocas del año, pero, aún así, la agrodiversidad es muy elevada.
Recorre los depósitos de agua pluvial con orgullo y reconoce que la mitad del huerto está hecho a base de materia orgánica que ahora esparce con la ayuda de su hijo Antoni. «Soy afortunado de tenerlo», confiesa. Hojas secas, facturas, periódicos, cajas de cartón desgarradas, cajas de fruta, e incluso persianas de madera. «Los animalitos microscópicos se encargan después de hacer el trabajo de desintegración de la materia», recuerda con picardía. Lo cierto es que, al tener un supermercado, el aprovechamiento de los restos orgánicos en el huerto es una marca de la casa.
Este huerto ha reportado muchas alegrías a Joan, quien asegura que una vez cosechó ¡una patata de 950 gramos! Mientras hablamos en la azotea, le suena el teléfono: «Abuelo, ¿cómo estás?». Él responde que bien, que tiene una visita y que le llamen más tarde. Parece que su familia que está muy pendiente de él.
Ahora bien, no todo es fácil en el huerto de Joan. Uno de los efectos más nocivos de la emergencia climática es la sequía, y al menos ocho árboles frutales se han muerto recientemente por esta causa. Por este motivo, la reutilización del agua es clave, y Joan se vanagloria de poder utilizar el agua de lluvia once meses al año; sólo riega con agua de la red municipal durante el mes más caluroso del verano. La infraestructura para aprovechar las aguas pluviales está bien resuelta con varios depósitos de 500 litros, tanto arriba, en la azotea, como en la terraza a nivel del piso. Y aunque con el vecindario Joan tiene buena sintonía, las dificultades de vivir en ciudad se hacen sentir: si uno de los dos bloques de pisos contiguos sube de nivel, Joan pierde sol y, por consiguiente, vida.
A sus casi cien años, Joan tiene una memoria de oro y se sulfura cuando recuerda la injusta Guerra Civil española y sus víctimas. La tiene tan presente como muchos de los eventos que marcaron la primera parte de su vida. Él sobrevivió la guerra en su pueblo natal, pero después tuvo que marcharse a Barcelona en busca de la tierra que tanto deseaba. Afortunadamente, con el tiempo, ha podido cumplir uno de sus sueños y ahora tiene varias fincas en Juneda, donde ha plantado trigo y maíz.
Si echara la vista atrás, podría sentirse muy orgulloso del trayecto recorrido. Pero Joan es alguien que siempre mira hacia adelante. Mientras nos despedimos, charlamos sobre sus memorias, uno de los proyectos que más le entusiasman en estos momentos.
— Redacción BCN Smart Rural —